martes, 4 de marzo de 2008

Las dos Españas

x Javier Ortiz

No va este comentario en la línea del celebérrimo El mañana efímero, de Machado (de cuyos tan mentados versos los que siempre me han parecido más certeros son los que predijeron ya en 1913: “Hay un mañana estomagante escrito / en la tarde pragmática y dulzona”), sino por la innovadora versión que la España de nuestro tiempo nos está ofreciendo de una de las presuntas leyes de la dialéctica hegeliana: “Uno se divide en dos”.

¿Es el español un Estado excesivamente centralista o su sistema de organización territorial es altamente autonomista? Pues ahí está la gracia: es las dos cosas. Los responsables de la Transición se encontraron con dos poderosas corrientes sociales y políticas opuestas entre sí. De un lado estaban los franquistas, algo, poco o nada reconvertidos, con la milicia como ariete. Éstos querían garantías de que España iba a seguir siendo centrípeta y monolítica, para lo cual reclamaban la persistencia de un sólido aparato central vigilante y coercitivo. Del otro se hallaba la oposición democrática, recién salida de la clandestinidad, que cuando no hablaba de autodeterminación se ponía federalista, aunque no pocos lo hicieran sólo de cara a la galería.

¿Qué elegir? Nada: optaron por santificarlo todo a la vez. Montaron dos estructuras de organización territorial, que se han pasado tres décadas rivalizando entre sí, duplicando organismos, solapando sus actuaciones… y despilfarrando un pastón.
Ahora nos estamos topando con otro desdoblamiento de ese género. ¿Es el Estado español una monarquía parlamentaria o es un régimen presidencialista? En teoría, lo primero. En la práctica, las dos cosas. La segunda, cada vez más obvia.

Zapatero y Rajoy se presentan en sociedad, con gran aplauso mediático, como si su pugna fuera del género de la que dirimieron Sarkozy y Royale el año pasado en Francia, o de la que resolverán en EEUU dentro de unos meses. ¿Que Francia y EEUU son repúblicas? Bah, un detalle sin mayor importancia.

Se acabó la vieja disputa. Nada de elegir entre Monarquía y República. ¡Monarquía y República!

Y todos –todos ellos– tan contentos. Pierden en coherencia, pero ganan en capacidad para engatusar.

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